Egresado con Diploma de Honor de la Universidad Nacional de Buenos Aires (1991).

Postgraduado en Derecho Empresarial para Abogados en la Universidad Argentina de la Empresa (1994).

Especialista en Derecho del Trabajo.

Coordinador de las obras actualizables "CARPETAS de Derecho Procesal" (1995-2003), "CARPETAS de Derecho del Trabajo" (2000-2003)
y "CARPETAS de Derecho Comercial" (2000-2003) de Editora Carpetas de Derecho.

Colaborador de la Sección "Doctrina" de la obra actualizable "PRACTICA de Derecho del Trabajo" de Editora Carpetas de Derecho (1996-2003).

Supervisor de "CODIGOS PENAL, PROCESAL PENAL y Otras Normas Penales" (1993-2003) y "CODIGO CIVIL y Otras Normas" (2001-2003) de Editora Carpetas de Derecho.

Ejerciendo activamente la profesión desde 1992 en el ámbito de la Ciudad de Buenos Aires y en los Departamentos Judiciales de La Matanza, Morón y San Martín.


lunes, 14 de diciembre de 2009

EL PRINCIPIO DE NO INTERVENCION: PASADO, PRESENTE Y FUTURO

 

por Daniel Pombo Longueira

Monografía escrita en 1988 como trabajo práctico para la materia "Derecho Internacional Público" (Cátedra del Dr. Guillermo Roberto Moncayo) cuando éramos estudiantes en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Buenos Aires. Un año después caería el Muro de Berlín (1989); y todavía faltaba por vivir la Operación "Tormenta del Desierto" (1991), el atentado a las Torres Gemelas de Nueva York (2001) y la última y más reciente ocupación de Irak por los EE.UU. y sus aliados (2004). Tampoco se había producido todavía el desdibujamiento y la pérdida de protagonismo que afecta actualmente a la O.N.U., y la ocupación de su espacio de influencia por grupos de naciones como la Unión Europea o el "G-8". Aún así, comprobamos que, más de veinte años después, esta monografía sigue conservando todavía asombrosa actualidad.


1. Introducción:

El principio de la no intervención es fruto de un largo proceso histórico de las naciones y sus relaciones internacionales, de las actitudes e ideas de sus estadistas y juristas, que cristalizaron en la determinación de incorporarlo como norma de Derecho Internacional. Podríamos definirlo así: "ningún Estado o grupo de Estados tiene derecho de intervenir, directa o indirectamente, y sea cual fuere el motivo, en los asuntos internos o externos de cualquier otro" (1).
No obstante, la mayoría de los autores que se refieren al tema no lo hacen en su aspecto negativo ­­­—la "no intervención"— sino centrando su análisis en la intervención. Es comprensible que así ocurra, tanto histórica como lógicamente. Históricamente, porque la intervención es anterior en el tiempo a la no intervención, habiendo sido práctica frecuente de los Estados utilizada con los más variados fines y fundamentos. Lógicamente, porque la no intervención intenta ser una abstención de conducta, "puede decirse que un Estado sigue una política de no intervención cuando decide no intervenir en una situación en que hacerlo es también una política posible" (2). Es inútil, por lo tanto, tratar de referirnos al tema de otro modo.
Pero referirse a la intervención también es problemático, ya que tanto la práctica de los Estados como la doctrina de los publicistas es confusa en este punto. No obstante, para dar una definición, podemos concluir en general que la intervención es un acto por el cual un Estado o grupo de Estados, por sí o ante sí, ya sea mediante la presión diplomática o la acción militar, se mezcla o interfiere en la política interna o externa de otro Estado soberano, con el cual se encuentra en estado de paz, y sin su consentimiento, con el fin de imponerle su propia voluntad.
A nuestro juicio, cuatro son los elementos que surgen de esta definición:
a) el ánimo de obligar o animus intervinendi, independientemente del éxito o no del intento, incluso apoyándose en la amenaza del uso de la coerción diplomática, económica o militar;
b) la ausencia de consentimiento por parte del otro Estado, que o se somete a la voluntad del más poderoso o enfrenta las consecuencias de su resistencia;
c) situación de independencia recíproca entre Estado interventor y Estado intervenido; y
d) las relaciones de paz entre ambas partes.
De acuerdo al tipo de medios que utiliza el Estado interventor y a la intensidad de los mismos, la intervención puede asumir variadas formas. En principio, puede ser indirecta, cuando el solo respeto que impone una potencia a las demás le basta para lograr sus propósitos, o directa, cuando requiere algún tipo de acción concreta sobre uno o varios Estados. Esta última, a su vez, puede ser:
1) pacífica, moral o arbitral: consiste en la mera opinión que el gobierno de un Estado pueda tener ocasión de manifestar directamente acerca de un problema que se desarrolla en otros Estados;
2) oficiosa o diplomática: se ejerce por representaciones orales o escritas, por notas verbales entregadas por el diplomático de la potencia interventora;
3) oficial: se ejerce por medio de notas diplomáticas y siguiendo la tramitación establecida en el protocolo; se diferencia de la anterior en que las comunicaciones se dan a publicidad;
4) armada o manu militari: se ejerce por medio de la fuerza (bloqueo pacífico, ocupación, embargo, etc.).
Si bien no existe un acuerdo satisfactorio entre los juristas sobre el significado y el contenido de la intervención en el Derecho Internacional, es aún más prolífica en opiniones discrepantes la cuestión acerca de su naturaleza y legitimidad. En primer lugar, tanto la intervención como la no intervención, de uno u otro modo, siempre fueron a partir de la Edad Moderna principios implícitos reconocidos por el Derecho de Gentes: el problema residía únicamente en determinar cuál de las dos constituía la regla en la materia y cuál la excepción. Una vez resuelto esto, quedaba todavía por establecer cuáles eran las causales que permitían apartarse de la regla preestablecida. Para ello, es necesario tener en cuenta lo siguiente:
a) la intervención siempre involucró un conflicto, una permanente tensión entre dos principios considerados como fundamentales en el Derecho Internacional: el derecho de los Estados a su independencia y el derecho de los Estados a su propia conservación o sobrevivencia, cada uno de los cuales era invocado por uno de los dos sujetos de la intervención;
b) la formulación de la legitimidad o ilegitimidad del concepto ha variado según la práctica internacional de los gobiernos, la opinión de los estadistas y la doctrina de los publicistas, difiriendo no solo de continente a continente sino también de país a país, y aun en un mismo país de acuerdo a su momento histórico o a las circunstancias por las que atraviesa.
¿Cuál de los dos principios debería prevalecer en el campo de las relaciones internacionales? ¿Podría admitirse algún tipo de excepción? ¿Cómo es la situación en la actualidad? La respuesta a estas preguntas sólo podemos encontrarla analizando la Historia de las Relaciones entre los Pueblos, la que nos muestra cómo han ido evolucionando ambos principios y cuál de ellos ha prevalecido en cada una de sus etapas, y con qué consecuencias. Solamente después de haber recurrido a dicho análisis podremos valorar adecuadamente las implicancias de la adopción de uno u otro de los principios con o sin excepciones, y apreciar objetivamente los logros alcanzados y lo que aún nos resta por alcanzar en nuestra conflictiva época actual.

2. Desde la Antigüedad hasta la caída de Napoleón:

La práctica de la intervención es tan antigua como la Humanidad misma. La razón de ello reside en que, para un Estado que pretendía obtener la reparación de una ofensa infringida por otro o someterlo a sus dictados, existían dos opciones: o bien invadirlo, sosteniendo tal vez una larga y cruenta guerra arriesgando, incluso, perderla, o someter al gobierno en cuestión a ciertos controles estrictos. Si el Estado enemigo era muy poderoso, se optaba por la primera vía: tratándose de un Estado débil, usábase el remedio menos drástico: interferir en sus asuntos domésticos buscando derrocar al gobierno del otro Estado o dictar sus políticas en conformidad con sus intereses. Si bien en un un primer momento ambas formas integraron el concepto de intervención, la segunda de ellas acabó monopolizándolo.
Durante la Antigüedad, ni siquiera podemos encontrar un asomo del principio de no intervención: la intervención era la regla y no tenía excepciones ni prerrequisitos de validez. Los primeros indicios de estas prácticas podemos encontrarlos incluso en las Sagradas Escrituras. Sin embargo, si bien existen vestigios de intervención en los tiempos remotos de la historia, no debemos creer que la misma tenía lugar en el concepto que actualmente tenemos de ella, sino en un estado rudimentario.
Recién en la Modernidad los pensadores del Derecho Político comienzan a ocuparse, ya sea directa o indirectamente, de la intervención. La práctica del s. XVI fue, sin duda, influenciada por el "Príncipe" de Maquiavelo (1913). Su fundamento era el principio de la propia conservación del Estado, y solo por este motivo recomienda la intervención, acuñando el célebre axioma de que "siempre es más ventajoso para el príncipe intervenir en guerras en las que sus Estados vecinos se vean envueltos, que permanecer neutral" (3). Por su parte Grocio publica, allá por 1625, su De Jure Belli ac Pacis. Sus escritos están influenciados por el axioma de que la Justicia y la Equidad deberían existir en las relaciones internacionales, en franca oposición a Maquiavelo. Podría considerárselo como el precursor de la no intervención al postular: "no hacer nada que dañe al bando con la justa causa o que fortalezca al lado con la injusta causa" (4).
Contemporáneamente a la actividad de Grocio, comienzan a estipularse ya en los tratados entre los soberanos cláusulas con la obligación de no intervenir, siendo tal vez el primero de ellos el Tratado de Lübeck (1629), en el que el Emperador germano se obligó a no intervenir en Dinamarca, y ésta a no intervenir en el Imperio. Con todo, esta práctica no consiste todavía el punto de partida para el nacimiento de este principio: la norma corriente siguió siendo, en la práctica, la intervención, y estas cláusulas de no intervención eran respetadas en tanto y en cuanto convinieran a los intereses particulares de los soberanos estipulantes.
Si bien la legitimidad o no de la intervención siempre se verá, tanto en la teoría de los publicistas como en la práctica de los Estados, teñida por la gravitación de los principios fundamentales de la independencia de los Estados y el derecho a la propia conservación, es con la Revolución Francesa que el conflicto entre ambos comienza a tomar cuerpo. Para los monarcas absolutistas de la época, las ideas radicalizadas de la Revolución amenazaban el mismo orden establecido, por lo que debían intervenir para sostener los mismos fundamentos de la civilización cristiana (intervención basada en el principio de la propia conservación). Por su parte, los franceses inspirados por Rousseau esgrimieron como conceptos fundamentales el de la soberanía y la autodeterminación del Estado, y en base a ellos proclamaron su principio de no intervención. En 1790 la Asamblea Francesa declaró: "la Nación Francesa renuncia a las guerras de conquista y nunca más usará la fuerza contra la libertad de ningún pueblo" (5). Por primera vez es un Estado a través de sus órganos competentes y no un publicista quien declara —proclamándolo a todo aquel que quiera oírlo— al principio de no intervención como principio rector de toda su política internacional,. Sin embargo, tan pronto como el nuevo Estado Francés se fortaleció, alteró su posición: las intervenciones continuaron siendo vigorosamente denunciadas cuando eran ejercidas por otras naciones —sobre todo monárquicas—, pero después fueron justificadas en el nombre de la libertad de los Estados europeos para conferirles el beneficio de la democracia y liberarlos del absolutismo.

3. La Santa Alianza:

Vencido Napoleón, las potencias europeas buscan recomponer el equilibrio preexistente, realizando a tal fin un Congreso en Viena entre 1814 y 1815, presidido por el canciller austríaco, el Príncipe de Metternich. Allí se procede a fijar una nueva repartición del territorio europeo, teniendo en mira más los intereses dinásticos, conforme al principio esbozado por Talleyrand, que los sentimientos nacionales de los pueblos. El objetivo final era el mantenimiento de la paz, para lo cual juzgaronse imprescindibles dos elementos: equilibrio territorial y militar y uniformidad de las formas de gobierno. Este último buscaba en realidad impedir nuevos conatos revolucionarios tendientes a establecer el republicanismo en Europa. Con ese fin se constituye, entre Austria, Prusia y Rusia, la Santa Alianza (posteriormente te unirían a ella el Reino Unido y Francia). Iniciativa debida al zar Alejandro I, y a la que Metternich se encargó de dirigir a extirpar todo fermento revolucionario donde quiera que éste existiese. Para ello, nuevamente se recurrió a la intervención. En el Congreso de Troppau (1820) firmóse un Protocolo entre Austria, Rusia y Prusia, el cual establecía que: "los Estados que han padecido un cambio de gobierno debido a una revolución, cuyos resultados amenacen a otros Estados, cesarán ipso facto de pertenecer a la Alianza europea, y permanecerán excluidos de la misma hasta que su situación dé garantías de orden legal y estabilidad" (en el lenguaje de la Alianza, "orden legal y estabilidad" significaba monarquía absoluta de derecho divino). "Si, debido a dichas alteraciones, un peligro inmediato amenaza a otros Estados, las partes se obligan, por medios pacíficos, o si fuera necesario, por las armas, a poner al Estado culpable bajo el seno de la gran Alianza" (6).
Este sistema declinó al poco tiempo debido a la oposición de Inglaterra, que se había integrado a la Alianza no para mantener a las ya perimidas monarquías autocráticas (junto con Suecia era la única monarquía parlamentaria entonces existente), sino porque, a su juicio, la paz europea sólo se lograría afianzando la autoridad real de los Borbones en Francia y excluyendo perpetuamente del poder a Napoleón Bonaparte y su familia. Para ella, los principios de no intervención y de equilibrio del poder eran compatibles entre sí, en el sentido de que ambos buscaban proteger la independencia de los diversos Estados europeos evitando la expansión de cualquiera de ellos más allá de sus fronteras. Mientras que para sus aliados el fundamento de la paz en Europa era el régimen absolutista monárquico, para Gran Bretaña éste consistía en evitar el expansionismo territorial, que era independiente de la forma de gobierno que adoptaran los países continentales. Admitía la intervención, pero sólo a título excepcional y no como la regla de la conducta internacional. En 1822, después del Congreso de Verona, Inglaterra abandona la Alianza.
A partir de entonces, la intervención se convierte cada vez más en un instrumento destinado a asegurar a las potencias preponderancia en determinadas regiones o a implantar el imperialismo colonial, desarrollándose intervenciones armadas en los Balcanes y en Asia Menor. Algunas de ellas tuvieron también como objetivo el mantenimiento del equilibrio de poder amenazado por las consecuencias de una guerra, llegando inclusive a imponer la revisión de tratados de paz.

4. La Doctrina Monroe y las intervenciones en América:

La Santa Alianza buscó también trasladar su sistema a América. En momentos en que se debatía la posibilidad de ayudar militarmente a España a recuperar sus colonias y ante el preocupante avance ruso en Alaska, el 2 de diciembre de 1823 el presidente James Monroe proclamó en su mensaje anual al Congreso de los EE.UU. los postulados de lo que daría en llamarse universalmente la "Doctrina Monroe":
1) no colonización futura por Estados europeos en América;
2) no intervención por Estados europeos en el continente americano:
a) los Estados americanos que han declarado y sostenido su independencia tienen un derecho adquirido a ella,
b) siendo esencialmente diferentes ambos sistemas políticos, cualquier intento de Europa de extender el suyo propio a cualquier porción de América sería considerado como un acto inamistoso hacia los EE.UU.;
3) reiteraba la tradicional política norteamericana de abstención frente a los asuntos de Europa (el "ideal aislacionista").
Esta Doctrina tuvo efectos positivos y negativos. Entre los primeros podemos citar que significó tanto para Europa como para América la irrupción de la teoría de la no intervención, que fue luego en su momento empleada por los pueblos sojuzgados por gobiernos reaccionarios para mantener alejadas a otras naciones de sus conflictos internos. Su último aporte fue, quizá, contribuir a implantar el constitucionalismo en Europa en lugar del absolutismo preexistente.
Entre los negativos, cabe destacar que mediante diversas "reinterpretaciones" dio base a las prácticas intervencionistas de EE.UU. en América. Es que la Doctrina fue enunciada en virtud del principio de la propia conservación del Estado (del cual ya hablaremos): era opinión generalizada de los estadistas norteamericanos que la implementación de gobiernos monárquicos en América conspiraba contra la permanencia de sus instituciones republicanas y, por lo tanto, era perjudicial para los intereses de la Unión. Como señala Vincent, "la no intervención fue una doctrina que los EE.UU. proclamaron para sí mismos y una política que siguió con fidelidad variable según el momento, el lugar y las circunstancias… Una doctrina cuya aceptación Estados Unidos preconizó, como norma en función de la cual criticó las acciones de otros y defendió su propia política" (7). Y fue según su circunstancial interés que se abstuvo de emplear la Doctrina, la empleó con total energía, o la violó abiertamente.
Ejemplos de lo primero los podemos encontrar en la ocupación británica de las Malvinas (1833), la primera intervención francesa en México y su bloqueo naval en el Río de la Plata (1838), y en el bloqueo anglofrancés del Río de la Plata en 1845 (respondiendo en aquella oportunidad a Rosas que "la Doctrina Monroe no establecía para los Estados Unidos ninguna obligación respecto de las naciones latinoamericanas, y que solamente darían su apoyo moral" [8], ello previa garantía por parte de los gobiernos francés e inglés de no intentar ninguna expansión territorial en aquella zona).
A medida que crecieron en poderío y fuerza y veían sus intereses amenazados, los Estados Unidos empezaron a actuar pronta y eficazmente para evitar nuevas intervenciones europeas en América, constituyendo el más importante caso de la ejecución de la Doctrina el de la intervención francesa en México (1862).
Pero la Doctrina, tal como fue originalmente concebida, estuvo sujeta a cambios mediante "interpretaciones" o "corolarios", llegando a convertirse en instrumento de la política imperialista de los gobiernos de Theodore Roosevelt, Taft y Coolidge. El primero de los nombrados llegó a decir, el 6 de diciembre de 1904, en su mensaje anual al Congreso, que "las injusticias crónicas y las violaciones de los usos de los países civilizados que comete una nación, son de naturaleza a lesionar los Derechos de los Estados Unidos, porque dan pretexto a agresiones extranjeras; en tal caso, la adhesión de los Estados Unidos a la Doctrina de Monroe puede obligarlos a su pesar, a intervenir, y ejercer un poder de policía internacional" (9). La alarma cundió entonces en las naciones americanas. Aunque existieron otras, las intervenciones en Cuba, Panamá, la República Dominicana, Haití y México fueron las que mayores antipatías le granjearon a la Unión.

5. La opinión de los publicistas:

En las obras de los publicistas a partir del S. XVIII el principio de la no intervención guarda estrecha relación con la independencia o soberanía y la igualdad entre los Estados, "ya se consideraran estos derechos fundamentales o axiomáticos, como supuestos previos del Derecho de Gentes, o simplemente como derechos por aceptación consuetudinaria" (10). Respecto a la soberanía e independencia de un Estado, el razonamiento partía de que si una Nación tenía derecho a su independencia, por ende lo tenía con mayor razón para manejar sus propios asuntos sin la intromisión de los demás, debiendo por tanto respetarse tal derecho; el principio de no intervención vinculaba en forma explícita el derecho de un Estado a su independencia con el deber de todos los demás de respetarla. El considerar a todos los Estados iguales ante el Derecho Internacional exigiría que el deber de no intervención se aplique tanto a una gran potencia como a un pequeño Estado.
Estos principios estuvieron constantemente en pugna con otro principio constituyendo, al decir de Quintero García, "los polos de la sociedad de las naciones": el principio de la propia conservación o necesidad del Estado, éste en íntima relación, lógicamente, con la intervención. Fueron los juristas alemanes quienes más acabadamente edificaron una doctrina sobre este principio, en base a tres postulados:
1) es el Estado quien crea el Derecho;
2) el Estado se somete por sí mismo al Derecho no en virtud de una imposición externa, sino porque conviene a sus intereses;
3) por consiguiente, no continúa sometido a él cuando contradice su interés: no está subordinado al mismo sino cuando lo desea, en la medida que le plazca y mientras le convenga.
Por consiguiente, el que un Estado, en virtud de su propia necesidad, sacrifique el Derecho, no constituye solamente su valga la paradoja derecho, sino que es su deber hacerlo para su propia sobrevivencia. Por otra parte, analizando retrospectivamente las intervenciones, observamos que la propia conservación, necesidad o sobrevivencia del Estado impera en la casi totalidad de los casos como su causa primera y última, y aun autores que plantean la no intervención como deber consideran que aquel cede cómo excepción ante la propia necesidad del Estado, con más o menos amplitud según el autor de que se trate.
Grocio, Hobbes y Pufendorf pueden ser considerados los precursores del concepto de no intervención, aunque el mismo recién tiene su primera manifestación explícita en las obras de Wolf y Vattel (aunque no todavía en su sentido moderno). Esquemáticamente, las ideas de los principales publicistas pueden ser clasificadas así:
a) deber de intervención (Hall, Phillimore, de Creasy):
. cuando la propia conservación del Estado está en juego,
. contra intervención,
. cuando el gobierno de un Estado hostiliza con sus actos a las demás naciones,
. a favor de un pueblo oprimido por una nación extranjera;
b) la no intervención como regla, con las siguientes excepciones (Vattel, Martens, Heffter, Fiore):
. la propia conservación del Estado:
- en sentido amplio,
- defensa del equilibrio del poder,
- peligro para la seguridad de un Estado fronterizo,
- cambios perjudiciales para otro Estado,
. consentimiento libre del Estado intervenido (manifestado en un tratado anterior o en su libre solicitud)
. transgresiones del Estado intervenido a sus obligaciones o algún principio del Derecho Internacional,
. guerra civil,
. para fundar una república o derrotar un poder despótico (Kant),
. "naturaleza grave, peligro inminente y manifiesto" (Andrés Bello),
. como tutela jurídica a la nación intervenida, y siempre que sea colectiva (Fiore);
c) deber absoluto de no intervención sin excepciones válidas (Wolf, Bernard, Cobden, Ursúa).

6. La reacción contra la teoría de la intervención:

La mayoría de las intervenciones en países latinoamericanos tenía como fuente reclamaciones insatisfechas de extranjeros que peticionaban la protección diplomática de sus Estados los cuales, no muy diplomáticamente por cierto en numerosos casos, "presionaban" al gobierno del país de que se trate. Contra ello se irguió el argentino Carlos Calvo: "en Derecho Internacional estricto el cobro de créditos y la demanda de reclamaciones privadas, no justifican de plano la intervención armada de los gobiernos y como los Estados europeos siguen invariablemente (esta regla) en sus relaciones recíprocas, no hay ningún motivo para que ellos no se lo impongan en sus relaciones con los Estados del Nuevo Mundo" (11). Por otra parte, el tema de los reclamos diplomáticos por perjuicios a los extranjeros fue objeto de tratamiento en la Segunda Conferencia Panamericana (México, 1902), tratando de poner de esta forma coto a la intervención de las potencias europeas y norteamericana con el pretexto de proteger a sus nacionales.
Otra causa importante de intervenciones la constituían las reclamaciones por deudas contraídas por un Estado con otro, caso de la intervención conjunta de Alemania, Gran Bretaña e Italia en Venezuela (1902-1903). Fue así que el Dr. Luis María Drago —canciller argentino en ese entonces— proclamó su célebre Doctrina: "la deuda pública no puede dar lugar a la intervención armada, ni menos a la ocupación material del suelo de las naciones americanas por una potencia europea" (12). Esta Doctrina fue motivo de tratamiento en la Tercera Conferencia Panamericana (Río de Janeiro, 1906), quien resolvió someterla a la consideración de la próxima Conferencia de La Haya (1907). Esta última adoptó una Convención que dispone que "las potencias contratantes convienen en no recurrir a la fuerza para el cobro de deudas contractuales que el gobierno de un país reclama del gobierno dentro país como contraída con nacionales del país reclamante. Esta convención, sin embargo, no será aplicable cuando el Estado deudor rehúse o descuide contestar a una oferta de arbitraje, o, después del arbitraje, deje de someterse al laudo" (13).
Paralelamente, en el resto de los países civilizados, se desarrollaban esfuerzos similares a fin de proscribir la intervención. Tímidamente a nuestro juicio se esboza, implícitamente, un principio de no intervención en el art. 10 del Pacto de la Sociedad de Naciones (S.D.N.): "los miembros de la Liga se comprometen a respetar y a preservar contra toda agresión externa la integridad territorial y la independencia política existente de todos los miembros de la Liga…" El art. 15 párr. octavo, además, excluía del ámbito del Consejo de la S.D.N. aquellas controversias que el Derecho Internacional deje libradas a la competencia doméstica de los Estados (es decir, aquellas materias sobre las cuales no existe una regulación internacional).
A juicio de algunos doctrinarios e historiadores, el primer paso decisivo para convertir al principio de no intervención en norma de Derecho Internacional Americano se dio en la Comisión de Juristas Americanos (Río de Janeiro, 1927), que aprobó la siguiente definición del principio: "ningún Estado podrá intervenir en los negocios internos de otro" (14). Esta definición intentó sancionarse en la Sexta Conferencia Panamericana (La Habana, 1928), pero sin resultado, debido a la oposición de los EE.UU. que pretendían conservar todavía su derecho residual de intervención en cualquier país americano para proteger a sus nacionales.
Sin embargo, las naciones latinoamericanas vieron coronados sus esfuerzos en la Séptima Conferencia Panamericana (Montevideo, 1933), en la que se aprobó la Convención sobre Derechos y Deberes de los Estados, firmada y ratificada incluso por los EE.UU. Su art. 8 establece: "ningún Estado tiene derecho de intervenir en los asuntos internos ni en los externos de otro". Esta fórmula fue reafirmada en posteriores conferencias. Asimismo, esta Conferencia aprobó la fórmula definitoria de la intervención: "constituye intervención y por consiguiente violación del Derecho de Gentes, todo acto que ejecute un Estado por medio de representaciones diplomáticas conminatorias, por la fuerza armada o por cualquier otro medio coercitivo destinado a hacer prevalecer su voluntad sobre la de otro Estado, y en general, toda ingerencia, interferencia o interposición que se ejerza directa o indirectamente en los negocios de otro Estado, sea cual fuere el motivo" (15).
Finalmente, en la Conferencia Interamericana de Consolidación de la Paz (Buenos Aires, 1936), los países representados suscribieron el Protocolo Adicional Relativo a la No Intervención, en cuyo art. I se establecía que las Altas Partes Contratantes declaran inadmisible la intervención de cualquiera de ellas, directa o indirectamente, y sea cual fuere el motivo, en los asuntos internos o externos de cualquiera de ellas. De manera similar, el principio de no intervención es reiteradamente proclamado y reafirmado en todas las Conferencias Panamericanas y Reuniones de Ministros de Relaciones Exteriores anteriores y posteriores a la Carta de la O.E.A. (16).
La no intervención es incorporada como norma, también, en 1945, a la Carta de la O.N.U., cuyo art. 2 inc. 7° dispone: "ninguna disposición de esta Carta autoriza a las Naciones Unidas a intervenir en los asuntos que son esencialmente de la jurisdicción interna de los Estados, ni obliga a los miembros a someter dichos asuntos a procedimientos de arreglo conforme a la presente Carta, pero este principio no se opone a la aplicación de las medidas coercitivas previstas en el Capítulo VII". Esta disposición tiene como antecedente el art. 15 párr. octavo del Pacto de la S.D.N., difiriendo en lo siguiente:
1) no se limita la prohibición solamente a aquellos asuntos caracterizados como internos según el Derecho Internacional, sino también a aquellos que son "esencialmente de la jurisdicción interna de los Estados", sin referencias al Derecho Internacional;
2) las medidas coercitivas autorizadas al Consejo de Seguridad por el Cap. VII de la Carta están excluidas y, por lo tanto, no constituyen intervención.
En la Novena Conferencia Panamericana (Bogotá, 1948) se adoptó el texto de la Carta de la O.E.A., estableciéndose el principio de no intervención en su art. 15, excluyendo "no solamente la fuerza armada, sino también cualquiera otra forma de ingerencia o de tendencia atentatoria de la personalidad del Estado, de los elementos políticos, económicos y culturales que lo constituyen". Es la definición más completa adoptada en un texto normativo de Derecho Internacional sobre el principio hasta el presente. Habiendo sido ratificada la Carta por la gran mayoría de las repúblicas americanas, la no intervención es una norma de Derecho Internacional Americano.
La Resolución 2131(XX) de la Asamblea General de la O.N.U., por su parte, si bien toma a la letra la definición sentada por el art. 15 de la Carta de la O.E.A., tiene el mérito de elevar el cumplimiento de este principio a "condición esencial para asegurar la convivencia pacífica entre las naciones", y reconocer que la intervención "entraña la creación de situaciones atentatorias de la paz y la seguridad internacionales" (art. 4).
Finalmente, la Resolución 2625(XXV) de la Asamblea General de la O.N.U. reitera los principios enunciados en la anterior, pero reconociendo al deber de no intervención dentro del grupo de principios esenciales a las relaciones de amistad y a la cooperación entre los Estados.

7. Conclusiones:

La intervención, aun con los más nobles fundamentos (si es que hay alguno), no es más que una herramienta que solo pueden utilizar los Estados más poderosos y no los más débiles. La mayor parte de las ocasiones no es más que un medio de implantar el imperialismo o la "diplomacia del dólar", o de condicionar a los demás Estados en el ejercicio de su soberanía. Si bien algunos Estados interventores la han postulado como "mal menor", o sea, como necesaria para evitar llegar a un conflicto armado con el Estado intervenido, lo cierto es que no han sido pocas las ocasiones en que terminó provocando justamente aquello que se pretendía evitar: los Estados intervenidos la sienten como una intolerable violación a su soberanía e independencia. Aun con las más justas motivaciones, es inadmisible la práctica, pues siempre conlleva el peligro inmanente de falsear la misma administración de la justicia internacional. En ese sentido, coincidimos con la jurisprudencia sentada por la Corte Internacional de Justicia en el Caso del Canal de Corfú (Fondo), que señaló además que "el pretendido derecho de intervención solo puede ser considerado como la manifestación de una política de fuerza que, en el pasado, ha dado lugar a los más graves abusos y que no puede, cualesquiera sean las deficiencias actuales de la organización internacional, tener lugar en el Derecho Internacional" (17).
Actualmente, si bien la práctica de la intervención no ha desaparecido de la política internacional (Afganistán, Grenada y Nicaragua son quizá algunos de los casos más recordados), toda práctica de este tipo es considerada ilícita. El haber consagrado el deber de no intervención como norma imperativa de Derecho internacional esencial para el mantenimiento de la paz y seguridad internacionales y la ilicitud internacional de la intervención es el último y más grande logro obtenido en este punto en el campo de las relaciones internacionales. Quizás, también, sea el único: una lectura más detenida y a la luz de la realidad internacional de la letra de las disposiciones internacionales nos permiten apreciar que estamos aún muy lejos de alcanzar, siquiera solo en el campo jurídico, el imperio efectivo del deber de no intervención.
Ante todo, el deber no es absoluto, aunque así parezca a primera vista. El mismo admite en la actualidad algunas excepciones; apreciar debidamente sus alcances nos ayudará a descubrir si realmente la no intervención impera en nuestros días o si, parafraseando al sistema político británico, la misma "reina pero no gobierna".
La primera excepción la constituye el mantenimiento de la paz y seguridad internacionales, excepción que nunca fue contemplada en las obras de los publicistas. Respecto a la práctica de los Estados, tal vez la que más se asemeja a esta excepción sea el mantenimiento del equilibrio del poder (y no por casualidad, como más adelante veremos). Esta función ha sido encomendada por el conjunto de las naciones parte de la Carta de San Francisco al Consejo de Seguridad de la O.N.U., que es el que determina cuándo se da la existencia de una amenaza o de un quebrantamiento a la paz y seguridad internacionales o de un acto de agresión (conf. art. 34 de la Carta), estando facultado a tal fin a adoptar las medidas coercitivas previstas en los arts. 41 y 42. Dichas medias, en otros casos, serían calificadas lisa y llanamente de "intervención en los asuntos internos o externos de otro Estado", pero en manos del Consejo y adoptadas en virtud de las situaciones mencionadas, quedan excluídas de tal concepto (18). Con todo, ello nos merece las siguientes objeciones:
1) en primer lugar, la determinación de la existencia o no de las causales mencionadas no está sujeta a parámetros estrictamente objetivos, por lo que muy bien puede darse y se da que un hecho comprendido objetivamente en las causales sea excluido por el Consejo de las mismas, y viceversa;
2) la determinación de cuándo un hecho configura o no amenaza o quebrantamiento de la paz o agresión (y las medidas a adoptar o no en consecuencia), debe ser tomada con el voto afirmativo de por lo menos nueve miembros del Consejo, incluidos los cinco permanentes (art. 27.3 de la Carta).
De ambas claramente se deduce que las grandes potencias, con cierta "impunidad", pueden muy bien ejercer una intervención "solapada" y con aparentes visos de legitimidad, ya sea ejerciendo las medidas contempladas en los arts. 41 y 42 ante hecho que objetivamente no lo autorizarían, o bien vetando en el Consejo el ejercicio de las mismas ya sea que se encuentren efectivamente interviniendo en el o los Estados en cuestión —y no desean, por tanto, que la O.N.U. intervenga en el manejo en la cuestión—, o bien porque aún cuando no se encuentren actualmente interviniendo el mantenimiento del status quo las beneficia de algún modo. O sea, se respeta la letra de la Carta pero no su espíritu.
Nuevamente, tenemos entonces aquí estructurada la paz del mundo en base a un equilibrio de poder semejante al diagramado en el Congreso de Viena, pero difiriendo de él en que no pretende la preservación de una determinada forma de gobierno sino de un determinado esquema de dominación, influencia o preeminencia en el concierto de las naciones por parte de algunos Estados poderosos.
La segunda excepción al principio está inserta, no directa o explícitamente por cierto, en la Resolución 3314(XXIX) sobre "Definición de la Agresión", cuyo art. 7 in fine consagra explícitamente el derecho de los pueblos que luchan contra regímenes coloniales y racistas u otras formas de dominación extranjera a "pedir y recibir apoyo" de cualquier tipo que fuere. Todos los supuestos mencionados constituyen, tradicionalmente, a todas luces, asuntos domésticos o internos de un Estado; si el que un Estado ayude a uno de los dos bandos de la contienda, por más justa que fuere su causa y por mínimo y humanitario que fuere su apoyo, no constituye una intervención en sus asuntos internos, francamente ya no sabemos entonces qué es intervención. Por otra parte, la determinación de cuándo se producen las circunstancias comprendidas en la disposición es una decisión eminentemente propia de política exterior de cada Estado, no sujeta tampoco a parámetros objetivos, que muy bien puede encubrir una intervención oculta con fines muy diversos a los que prevé la norma aunque, es justo reconocerlo, en menor medida que los arts. 41 y 42.
En definitiva, si bien la intervención ha sido finalmente execrada como ilegítima e ilícita en nuestros días y su aspecto contrario elevado a norma de ius cogens de Derecho Internacional, estamos todavía muy lejos de llegar a la efectiva vigencia del principio en las relaciones internacionales. Dada la preeminencia de las potencias con su poder de veto en el Consejo de Seguridad, y leyendo las estipulaciones de la Carta a la luz de la actualidad, vemos que nuevamente se ha consagrado, como en épocas pretéritas, un nuevo equilibrio de poder basado en la intervención, sólo que rebautizándola con el nombre de "medidas tendientes a la preservación de la paz y seguridad internacionales" y excluyendo del tan proclamado deber de no intervención a la misma. Pero cuidado: ello no es tampoco "tan así". Si bien detrás del tan mentado deber de no intervención y del monopolio de la fuerza por el Consejo de Seguridad subyace de algún modo un determinado esquema de equilibrio de poder (diagramado en Yalta y Postdam) no significa que fatal y necesariamente ambos términos de la relación siempre se conjuguen en todos los casos, sino simplemente que la posibilidad está dada para que de algún modo ello pueda ocurrir, legitimando así una situación a que las potencias recurren o no de acuerdo a las circunstancias del momento histórico.
Con ello no queremos, por cierto, desmerecer la importante conquista que significa el haber positivizado la no intervención como deber imperativo de los Estados en un instrumento internacional ratificado por casi toda la comunidad de las naciones. Solo pretendimos mostrar que la norma no resulta tan transparente y prístina como a simple vista parece, y que todavía queda mucho por hacer en este aspecto. Y es que con la sola cristalización de un principio en una norma jurídica positiva de Derecho Internacional —al igual que en el Derecho interno— no se logra su real y efectiva vigencia: la norma jurídica positiva ayuda pero no lo es todo. Un comienzo tendiente a mejorar la situación podría ser quizá el establecer parámetros más objetivos para la adopción de las medidas contempladas en los arts. 41 y 42 de la Carta; y mejor aún sería suprimir definitivamente el "poder de veto". Las excepciones consagradas, objetivamente consideradas, son, a nuestro juicio, válidas, pero necesitan de mayor precisión para evitar abusos y desvíos.
Pero aun así recordemos que la Resolución 2131(XX) reconoce que el principio de no intervención es "condición esencial para asegurar la convivencia pacífica entre las naciones" (art. 4), relacionado íntimamente con los demás principios que hacen a la cuestión y cooperación entre los Estados (19). Y esto último, condición sine qua non para la efectiva vigencia del principio, sólo se podrá lograr, en las palabras de Juan XXIII, cuando "se reconozca como principio sagrado e inmutable que las comunidades políticas, por dignidad de naturaleza, son iguales entre sí; de donde se sigue un mismo derecho a la existencia, al propio desarrollo, a los medios necesarios para lograrlo, y así cada una ha de ser la primera responsable en la actuación de sus programas…" (20).


(1) Carta de la O.E.A., art. 18; Resolución 2131(XX) de la Asamblea General de la O.N.U., art. 1.
(2) VINCENT, M.J.: "No intervención y orden internacional" - Trad. por Luis Justo - Marymar - Buenos Aires, 1976 - cap. I sec. II pág. 18.
(3) MAQUIAVELO, Nicolás, op. cit., cap. XXI (cit. Por VAN WYNEN THOMAS, Ann-THOMAS Jr., A.: Non intervention: the law and its import in the Americas - Southern Methodist University Press - Dallas, 1956 - cap. I pág. 4).
(4) GROCIO, Hugo, op. cit., Libro II Cap. XXV Sec. VIII (cit. por HODGES, Henry G.: The doctrine of intervention - The Banner Press - Princeton, 1915 - cap. I pág. 12).
(5) Cit. por THOMAS y THOMAS, op. cit., cap. I pág. 7.
(6) Cit. en íd., cap. I pág. 9.
(7) Op. cit., cap. IV sec. III pág. 125.
(8) FENWICK, Charles G.: Intervention: individual and collective en American Journal of International Law, vol. 39 n° 4, octubre 1945, pág. 615.
(9) MASSARO, José Antonio: "Intervención: ¿existe en materia de Derecho Internacional el derecho de intervención en los Estados?" - Buenos Aires, 1946 - págs. 87/88.
(10) VINCENT, op. cit., cap. II § iii pág. 43.
(11) Cit. por MASSARO, op. cit., pág. 88. El agregado entre paréntesis es nuestro, con el fin de hacer más comprensible el sentido que le quiso imponer el Dr. Calvo a sus palabras (un poco confusas, por cierto, según no pocos autores).
(12) Cit. por MASSARO, op. cit., pág. 72; y por QUINTERO GARCIA, José: "Cuestiones americanas desde el punto de vista del Derecho Internacional Público" - Editorial Sur América - Caracas, 1930 - pág. 127.
(13) Cit. por QUINTERO GARCIA, op. cit., pág. 129.
(14) Ambos textos cit. por ALVAREZ GARAICOA, Teodoro: "Los principios internacionales de no intervención y autodeterminación de los pueblos" - Discman - La Haya, 1962 - pág. 31.
(15) Cit. en íd., pág. 36.
(16) V. íd., págs. 39 y 42/44.
(17) C.I.J.: Recueil, 1949, pág. 4; también cit. en GARCIA GHIRELLI, José Ignacio: "Repertorio de Jurisprudencia de la Corte Internacional de Justicia" - Víctor P. de Zavalía - Buenos Aires,1973 - pág. 17.
(18) Carta de la O.N.U., art. 2 inc. 7; Resolución 2131(XX), art. 8; Resolución 2625(XXV).
(19) Resolución 2625(XXV), punto 2 párrafo 1.
(20) Encíclica Pacem in Terris n° 86.

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